domingo, 15 de noviembre de 2015

Amukan: 3. Küla troy

Küla troy: la leyenda del Pillan.

Disparó.
La mujer saltó sobre Miguel y lo proyectó al piso justo cuando la bomba cruzaba sobre sus cabezas. Se levantó, tiró del brazo de su hijo y ambos corrieron bordeando el bus. El aire tóxico los ahogaba. Una picazón les llegó a la nariz y comenzaron a estornudar. Sus ojos les ardían y se les llenaron de lágrimas que les borraba la visión. Uno de los uniformados venía contra ellos y se lanzó con los brazos abiertos. Lo esquivaron, pero el hombre agarró a la mujer de una pierna. Miguel pisó la mano del hombre repetidas veces hasta que la soltó y continuaron, pasaron al lado de los caballos y se alejaron de la batalla. Los disparos de lacrimógenas, las explosiones de molotovs, la sirena estridente; todo el ruido se iba convirtiendo en un eco distante. Cuando ya estaban retirados del peligro, se detuvieron. Miguel dejó caer el bolso en el pavimento y respiró aliviado. Su madre hizo lo mismo y se agachó tomando la cara de su hijo entre sus manos.
-¿Te encuentras bien?
-No me pasó nada, mamá. ¿Y a ti?
-Todo bien.
Ella sonrió y lo besó en la frente.
-Gracias por salvarme. Reaccionaste muy rápido.
-Estoy acostumbrado –dijo él, con una sonrisa altiva.
La mujer adoptó una expresión seria.
-Espero que no te hayas ido a meter a las protestas de la población…
Se levantó y quedó observando la batalla lejana. El humo de las lacrimógenas se expandía como una cortina gigante. Ya no veían los carros y ni la batalla.
-Mamá, ¿qué fue todo eso?
-Es una protesta de la gente de este lugar.
-¿Por qué pelean?
-Es largo. Te explicaré cuando lleguemos donde los abuelos.
Miguel guardó silencio. Aún tenía en su mano el papel que le pasaron. Lo dejó en su bolsillo.
¿Quién será Wallmapu?, pensó.
-¿Y ahora? –preguntó.
-Ahora tenemos que seguir.
-No hay bus, y en esta carretera no pasa nadie.
-Por mientras, caminaremos.
Miguel se palpó los bolsillos.
-¡Mi aparato! ¡Lo perdí en la batalla!
-¿Cuál aparato?
-Tú sabes: chateaba, jugaba, iba sacando fotos…
-Era el que te dieron en la escuela por tener las mejores notas, ¿no?
Miguel desvió la mirada y asintió.
-No te aflijas –le dijo ella-. Las cosas van y vienen. Lo importante es que estamos bien.
Se arrimaron las mochilas e iniciaron el trayecto. Lo que en el bus parecía un par de vueltas, caminando se les hizo eterno. La carretera adelante y atrás no tenía fin, y a Miguel le daba la impresión de que no avanzaban. Parecía que el paisaje no cambiaba: siempre cercas de alambre, siempre campos abiertos y filas de eucaliptos. Pronto hallaron un desvío por un camino de tierra.
-Es por acá.
Salieron de la carretera y se internaron. Sus pasos crujían en la senda de tierra y piedras. Las cercas de alambre estaban recubiertas por tantos espinos que más parecía que ellos resguardaban los terrenos. El sol estaba en pleno cielo e infundía todo de una luz que los cegaba. Miguel caminaba algo afligido por perder su aparato. Los nuevos paisajes le estaban llamando la atención y no tenía cómo capturar el momento. Además, perdió el contacto con todos sus amigos. No podría hablar con ellos hasta el regreso a la escuela.
Continuaron. A ratos tenían que subir pendientes para volver a bajarlas, doblar a izquierda y derecha; la caminata se extendía por horas y no era fácil llevando una mochila montañera, pero Miguel no flaqueaba. Podía soportarlo, y por último se obligaba a hacerlo. Una camioneta cruzó a su lado levantando una nube de polvo que los sofocó. Poco a poco, los terrenos pelados dieron paso a hectáreas repletas de árboles, y estuvieron rodeados de un paisaje de alto verde. Miguel no había visto nunca tanta vegetación.
-Estamos pasando por un bosque –dijo, asombrado.
-No, hijo, son plantaciones.
-¿Cuál es la diferencia?
-Fíjate en los árboles.
Miguel advirtió que todos eran pinos de los que surgía un aroma ácido. Bajo los troncos, solo tierra seca.
-Los bosques crecen naturalmente –siguió ella- y conviven muchísimos tipos de árboles. Las plantaciones los instalan las personas y son de un solo tipo.
-¿Cómo bosques artificiales?
-Algo así.
-¿Por qué no ponen sólo bosques?
En ese instante escucharon un traqueteo a sus espaldas. Giraron y vieron acercarse un caballo tirando de un carretón con neumáticos. En el interior iba sentado un viejo de chaleco azul sosteniendo de las riendas. La madre de Miguel le hizo señas.
-¡Don González! –exclamó ella-. ¿Me recuerda?
El carretón se detuvo. El hombre entrecerró la mirada.
-¿Lucrecia?
-¡Cómo está!
-¡La pequeña Lucrecia!
El viejo bajó al camino y se abrazó a ella.
-¡No puedo creerlo, niña! ¡Estás muy grande!
-Usted se ve bastante bien.
-¡Por favor! –dijo el viejo-. Yo me estoy avejentando no más. ¿Y qué haces aquí en medio del camino?
-Vamos a ver a mis papás.
-¡Yo paso por ahí! ¡Suban!
Mientras hablaban, Miguel contempló al caballo. Alto, de pelaje café, permanecía firme moviendo su cabeza y cola con serenidad. Había visto los caballos en la protesta pero por la adrenalina del momento no los contempló con detalle.
Sus ojos, pensó Miguel.
Cuando era más niño, en la escuela le enseñaban caricaturas de caballos. Todos tenían grandes ojos y mostraban expresiones humanas de alegría y tristeza. Esto era distinto. El animal tenía ojos pequeños y muy negros. Sostenía una mirada solemne que no parecía observar a nadie ni a nada, como si no expresara emoción. Las retinas oscuras tenían una profundidad como de lagos.
-Miguel, vamos.
Su madre y don González ya estaban en el carretón. Miguel les pasó su mochila y sintió de inmediato el alivio en su espalda. Subió, y se sentó en un cubo de paja en el interior. Estaban rodeados de esos cubos y de sacos de harina. Don González arreó al caballo y comenzaron a andar.
-¿Y cómo va la vida en la gran ciudad? –preguntó el viejo.
-Muy agitada –respondió Lucrecia-. Hay mucho trabajo, pero también mucha delincuencia.
-Eso pasa allá.
-Es muy diferente a esta vida.
-¡Tanto tiempo desde que te fuiste! ¡Eras solo una chiquilla, y ahora eres toda una mujer, y más encima madre!
Avanzaron un par de horas por el camino zigzageante. Cruzaron varios puentes pequeños de riachuelos susurrando el agua entre las piedras. Otra camioneta pasó dejando polvareda. La madre de Miguel y don González conversaban recordando anécdotas, fiestas y vecinos borrachos, corderos escapando y caballos desbocados.
-No hay como la quietud del campo… –suspiró don González.
-Pero hace un rato atrás vimos una protesta –acotó Miguel.
-¡Esos vándalos! ¡Solo enfurecen al Pillán!
-¿Quién?
-El Pillán. ¿Tu mamá no te contó la leyenda del Pillán?
Miguel miró a su madre. Había desviado la cabeza y miraba las plantaciones. El niño pensó si lo estaría haciendo a propósito para no atender a don González.
-No creo en las leyendas –dijo Miguel.
-¡Deberías creer! –dijo el viejo-. Es una leyenda de tiempos inmemoriales. Antes, cuando todo era pura oscuridad, los primeros dioses crearon los mundos de arriba y abajo, y para eso crearon seres que los ayudaran. Uno de ellos era el Pillan. Su cuerpo está constituido de fuego y rocas, y tiene una fuerza sobrenatural. Tiene el poder de manipular los relámpagos y las llamas. Hay quienes dicen que él los crea.
Miguel sonrió con ironía.
¿Creerá que me tragaré ese cuento?, pensó. Puras babosadas para niños.
-Parece muy poderoso… -dijo, desinteresado.
-Lo es, pero es un ser maligno.
-¿Por qué?
-El Pillan ofendió a los primeros seres, y éstos lo castigaron arrojándolo al mundo de abajo: ¡este mundo! Desde entonces el Pillan vive atrapado en lo profundo de los volcanes lleno de odio y resentimiento. A veces intenta escapar para vengarse y su forcejeo provoca terremotos que sacuden la tierra, sus brazos son la lava que surge de los volcanes, sus gritos son las tormentas que agitan los bosques; los relámpagos, sus dientes que descargan incendios.
-Entonces ha escapado.
-No, solo lo intenta. La rogativa de la gente lo detiene.
-¿Cómo?
-Para calmar su ira, la gente de aquí lo honra haciéndole ruegos, pidiéndole que se tranquilice. Cuando la gente no sigue sus reglas, él comienza a explotar.
-Impone miedo –concluyó Miguel-. Entonces es un tirano.
-Ese es el Pillán, y la gente no le queda más que honrarlo.
-¿Y qué tiene que ver con la protesta?
-Esos vándalos solo causan disturbios. Así se desequilibra este lugar, y ya ha pasado mucho tiempo desde que el Pillán no se manifiesta. Creo que pronto puede despertar…
Miguel resopló. Nadie le iba a meter miedo con un cuento para niños. Volvió a mirar a su madre quien seguía con la cabeza volteada.
¿Por qué no dirá nada?
Don González detuvo el carretón.
-Llegamos.


(AMULEAY…)

Amukan: 2. Epu troy


Epu troy: viaje accidentado.

Era un cóndor. Sus brazos florecían de plumajes, sus garras tenían la dureza de las piedras, una cresta roja coronaba su frente. Cruzaba el cielo sintiendo el viento recorrer cada extremo de su cuerpo. El sol lo acariciaba con rayos dorados. Bajo sus alas se abría un bosque verde de planicies y cerros; lagos anchos y ríos quebradizos. Sobre su cabeza, bandadas de cóndor volaban hacia un horizonte celeste. Supo que compartían algo y quiso acercarse. De pronto, sintió una perturbación. Redujo la velocidad y dio media vuelta. Vio una cortina gigante de humo oscureciendo el cielo y avanzando. Bajo la cortina salpicaban olas de líquido gris que ahogaban el bosque en un océano pantanoso.
Temió, y se precipitó de vuelta hacia los cóndor. No les daba alcance, e incluso parecían alejarse. Se preguntó si escapaban de la oscuridad o si su vuelo era atraído por algo más. Él no veía nada pero confiaba en ellos. A veces creía perder el equilibrio y tambaleaba; temía caer y deseaba apoyar sus patas. Y aún así continuó, pues sabía que esa misma fragilidad le daba la fuerza para volar.
Él llevaba el aire; el aire lo llevaba.
Poco a poco distinguió una cadena de montañas extendida en el horizonte. Advirtió cómo el bosque bajo sus garras daba paso a una inmensidad de desiertos de piedra y colinas. Creyó que sus fuerzas aumentaban pues se acercaba a los cóndor.
Eran ellos quienes iban más lento.
Entre montañas se reveló un volcán que exhalaba una espiral de humo. Los cóndor bordearon la superficie y se arrojaron adentro. Él los imitó, y al ingresar, la luz de lava lo encegueció. Se sintió asfixiado por el calor y el aire de granito, y perdió equilibrio. Se arrepintió e intentó regresar pero no podía sin viento. Comenzó a caer hacia el fuego, y en uno de sus intentos por regresar fue a dar dentro del humo. Cerró los ojos resignado a la muerte.
Y nada. Volvió a abrirlos. Caía por un túnel de girones de humo. De la capa densa brotaron pequeñas luces blancas; dos, cuatro, siete y más. Todas destellaban y creía ver señales, como si hablaran. La oscuridad de humo se hizo completa, y cuando se dio cuenta ya no caía.
Volaba por una noche de estrellas.
El silencio de la eternidad lo tranquilizó y continuó adelante. Quiso saber cómo y por qué, y sintió de su nuca salir dos ojos; supo hacia y de dónde. Una de las estrellas tras él parpadeó con mayor intensidad, y el comprendió el llamado. Bajó el vuelo y supo cómo pisar en la oscuridad. Caminó, y percibió que a cada paso sus plumas se replegaban, sus garras se alargaban y su cresta se fundía en la frente. Su espalda se enderezaba. Al llegar delante de la estrella era él mismo de nuevo, desnudo y libre.
Estaba a sus pies, pequeña y frágil. La tocó con la punta del pie. La luz quedó prendida a su piel y se movió al centro de su planta. Desde ahí explotó como ráfaga de luz por su cuerpo y sintió el vigor fluir, recargándolo con una energía desbordante. De sus pies surgió un grupo de ramas luminosas que se trenzó ante él formando un hombre alto.
Él y el hombre de luz se miraron en un instante eterno.
Las ramas entre ellos se cortaron y ambos se fueron alejando. Él corrió para alcanzarlo pero el hombre no estaba delante.
Estaba arriba, y él estaba cayendo.
Despertó.
Miguel iba sentado en un bus. Su madre dormía en el asiento del lado.
¿En qué momento dejamos la ciudad?
Lo pensó un rato pero no recordaba nada. Miró afuera la carretera y los campos envueltos en una niebla espectral. El sol del amanecer se filtraba como luz blanca, y el rocío brillaba sobre el pastizal. Su madre bostezó y abrió los ojos.
-Buenos días -le dijo ella, sonriendo con ternura.
-¿Cómo llegamos aquí?
-¿Qué quieres decir?
-Que cuándo subimos a este bus.
-Tú sabes.
-Debió ser en la madrugada...
-Tú lo viviste, recuérdalo.
Miguel reflexionó. Recordaría haber caminado a las cuatro de la mañana por los callejones iluminados por los viejos postes de luz. Habrían subido a la micro nocturna. El mendigo de la cuadra dormiría entre sus dos colchones y el grupo de José estaría bebiendo en la cancha de tierra.
No estarían, pensó Miguel. Hoy era el ataque a la comi.
Se sintió confundido y decidió olvidar el asunto. Sacó su aparato y comenzó a chatear. El bus continuó en viajando en línea recta por la carretera. Llegó a una curva, dobló, y se lanzó por un camino más estrecho. El sol se levantaba y el calor aumentaba apartando la neblina. A los ojos de Miguel se revelaron grupos de vacas y caballos pastando.
Es lo mismo que se ve en la tele, pensó.
La nueva carretera tenía muchas curvas y el bus viraba de un lado a otro. Los terrenos se hallaban protegidos por largas cercas de alambre, y al fondo se levantaban inmensas casonas de antigua construcción. Miguel sacó algunas fotos. Había prometido a sus amigos que llevaría imágenes de todo, aunque hasta el momento nada era muy impresionante. Mientras más avanzaban, las casonas fueron apareciendo más cercanas a la carretera y aparecieron como casas modernas. Las praderas amplias se encogían adoptando la forma de jardines.
-Estamos llegando al pueblo -dijo su madre.
En vez de alambres en las cercas, Miguel ahora veía murallas. Supo que entraron al pueblo cuando las casas aparecieron todas pegadas; eran de ventanas pequeñas, marcos gruesos y maderas viejas. Vio la acera quebrada, las paredes descascaradas, y uno o dos autos por las calles, y creyó estar en una población abandonada. El bus dobló en una esquina y llegó a una pequeña plaza de árboles altos. No transitaban más de diez personas.
-Una plaza de pobla -dijo, en voz alta.
-No, hijo. Este es el centro.
No pudo creerlo. En la ciudad, la plaza central siempre estaba repleta de gente caminando o amontonados viendo algún espectáculo de calle. Cuando Miguel cruzaba, evadía personas como si fueran obstáculos de un videojuego. Levantó la mirada y no vio los gigantescos edificios sino el cielo abierto, y a lo lejos, las cumbres de cerros llenos de árboles eucalipto. Sacó unas fotos.
El bus bordeó otra calle y entró al estacionamiento de una casa. Se detuvo. Se levantaron y bajaron. El auxiliar les pasó sus bolsos.
-Caballero, ¿en cuánto llega el transporte rural?
-En media hora.
El bus se fue y ellos, ahí solos, entraron en la casa. No había nadie. Dos largas bancas estaban juntas a las paredes amarillentas y a su lado se hallaba una vitrina pequeña. Miguel supuso que era la boletería, y sacó un par de fotos. Gruesas telarañas adornaban el techo, y los pisos y paredes impregnados de polvo acusaban el poco aseo. Se sentaron.
-Miguel, ¿comamos?
Su madre sacó del bolso un recipiente plástico con croquetas de falafel. A Miguel le encantaban. Solía llevar comidas veganas a la escuela. Su primer año allí, cuando era solo un niño pequeño, sus compañeros le preguntaron por qué no comía en el casino como todos. Él les contó que no consumía carne pues con su madre creían que así ayudaban a que se mataran menos animales en el mundo. Uno de los niños se rió y comenzó a molestarlo diciéndole que solo los hombres de verdad comen carne; si él no comía, es porque era una niñita. Miguel no esperó dos segundos para reventarle la cara a puñetazos. Esa vez lo llevaron castigado a Inspectoría y lo tuvieron ahí hasta que su madre lo recogió. La profesora le contó cuál fue el problema y su madre le dijo que tomaría las medidas necesarias.
Al salir de la escuela, ella le dio un beso en la frente.
Mientras almorzaban, Miguel advirtió que no había estado en tal silencio antes. Oía solo uno o dos autos pasar por afuera. Lo demás era el sonido al comer o alguna madera crujir. En la ciudad siempre había ruido. Si no se trataba de los autos corriendo o grupos de gente en boche, algún vecino se ponía a taladrar o martillar.
Después de un rato estacionó afuera una micro pequeña de paredes oxidadas y pintura descascarada. Miguel no había visto jamás un cacharro tan viejo. No se comparaba ni siquiera con la peor micro de la ciudad. Le sacó una foto al frente y al costado, y luego subió con su madre. Dejaron los bolsos en los asientos delanteros y ellos se ubicaron atrás. En cinco minutos el bus partió. El motor sonaba con mucho estrépito y todo el cacharro temblaba. Miguel pensó que se desarmaría en cualquier momento. Salieron del pueblo a la carretera otra vez.
De pronto, el bus se detuvo.
-¿Y eso? -preguntó Miguel.
El conductor se levantó del asiento y salió corriendo por la puerta. Su madre se paró, volteó la cabeza y ahogó un grito.
-¡Miguel! -dijo, apuntando por la ventana.
El chico vio afuera un grupo de encapuchados de negro y rojo montados a caballo. Llevaban banderas de colores en palos al hombro. Dieron vueltas alrededor del bus como atrapándolo en un círculo. Uno de ellos bajó de un salto y entró. Miguel sintió que podía ser una amenaza, se levantó y se irguió frente a él.
-¡Qué quieres!
-¡Chumuwlayayiñ rume tripapaimun!
No supo responder. No había escuchado antes un lenguaje así. No se parecía en nada al inglés. Miguel dio un paso adelante pero sintió la mano de su madre entre sus dedos.
-Hijo -le dijo ella, con un aire entre comprensivo y misterioso-, será mejor que bajemos.
Ambos caminaron a la puerta, y al pasar al lado, Miguel cruzó la mirada con el encapuchado. Sus ojos estaban arrugados como quien tiene rabia pero no buscaba pelear contra él.
Están enojados, pensó Miguel, y no es con nosotros.
Descendieron con sus mochilas y se ubicaron a la orilla del camino. El encapuchado manejó el bus y lo dejó atravesado a la carretera. En ese momento un auto venía por el camino, y al ver lo que ocurría, dio media vuelta y se regresó acelerando. Pronto apareció un camión acarreando grandes troncos en su parte trasera. Se detuvo e intentó retroceder pero los encapuchados saltaron encima, abrieron las puertas y obligaron al conductor a salir. El hombre escapó despavorido como si lo persiguiera la muerte.
-¡Desaten! –gritó uno, y la voz se corrió.
Algunos encapuchados subieron a la parte trasera del camión y soltaron las amarras. Los troncos rodaron por el camino. Miguel vio que otros sacaron latas de spray y escribieron en el camión y buses. Uno a caballo lanzó un fajo de papeles al aire. Miguel recogió uno.
-¿Qué dice?
-"Liberen al Wallmapu".
Dos encapuchados treparon postes de luz y extendieron gigantescos lienzos y banderas con leyendas escritas. Miguel estaba a punto de sacar unas fotos cuando, de pronto, oyó una sirena agua y apresurada. La había oído antes en la ciudad. Sabía de qué se trataba.
-Mamá, tenemos que salir de aquí.
Por la carretera apareció un gigantesco carro blindado. Los encapuchados comenzaron a gritar con un tono alto y agudo que sobresaltó a Miguel. Sintió que los gritos encendían su sangre y abrían sus ojos poniéndolo en alerta. Apenas el carro se acercó, apuntó con el cañón en su techo y descargó un potente chorro de agua contra ellos. Los caballos evadían el ataque. Algunos encapuchados bajaron y dieron un palmetazo en el culo a los caballos que escaparon por la carretera. Otros corrieron alrededor del carro blindando y le arrojaron bombas molotov. Uno de ellos trepó al techo con un enorme martillo de piedra y golpeó el cañón hasta averiarlo. Justo en ese instante llegó un bus blindado del cual bajó una tropa de gente con cascos y trajes protectores. A la espalda y entre los brazos llevaban grandes cañones y bazooka. Miguel sabía lo que vendría.
-Bombas lacrimógenas.
Comenzaron a disparar contra los encapuchados. Algunos esquivaban, otros seguían lanzando molotovs; otros llevaban en la mano unas cintas atadas a piedras que giraban en el aire y arrojaban contra los uniformados. De las bombas caídas emergía una nube blanca que comenzó a llenar el aire de gas tóxico. Miguel y su madre vieron la cortina de humo abalanzarse contra ellos y corrieron por la carretera. Dieron una vuelta al primer carro y vieron a las personas atacándose de lejos con disparos, y de frente dándose con palos y carabinas. Miguel volteó la mirada solo para encontrarse con uno de los hombres armados apuntándolo con una bazooka.
Disparó.


(AMULEAY...)

Amukan: 1. Kiñe troy

"hijo de dos sangres enemigas (...) Contra todos deberás luchar y tu lucha será triste porque pelearás contra una parte de tu propia sangre (...) tú eres mi única herencia."
-Los Reinos Originarios. Carlos Fuentes-.

Kiñe troy: vacaciones.

Se aprestaba a su destino a la velocidad del relámpago. Azotó las riendas y el caballo aceleró. Desde los árboles, bajo la maleza, figuras sombrías vigilaban con ojos sedientos de sangre. Saltaban gritando como bestias, y él daba espadazos a diestra y siniestra con movimientos que destellaban. Azotó las riendas una vez más. Arroyaba con la espesura, atravesando el bosque como un relámpago afilado. Quedaba poco tiempo.
-¡Ahora sí! -susurró.
-Ahora sí, ¿qué?
Todo el mundo se congeló. Había apretado el botón de pausa, esperando que el profesor no se percatara.
-¿Qué haces, Diego?
-Nada...
-Enseña lo que tienes en las manos.
Diego levantó el aparato y el profesor se lo quitó. Lo expuso toda la clase.
-¡Miren al niñito jugando mariobros!
Todos estallaron en carcajadas. El profesor se giró hacia Diego.
-Tienes doce años -le dijo-. Ya estás dejando de ser un niño. Empieza a relacionarte menos con pantallas y más con personas.
El viejo bufó y continuó la clase. Los compañeros aprovecharon la distracción y le dieron a Diego unos palmetazos en la cabeza. Al otro extremo de la sala, Miguel observó cómo su amigo agachaba la mirada.
La última hora escolar del año transcurría a la velocidad del caracol. Ese día Miguel no quería ir, pero correspondía. El calor del mediodía sofocaba la ciudad y los chicos bajo el uniforme se ahogaban. Cuando tocaron la campana ninguno reprimió su alegría; gritos, saltos, cuadernos y mochilas volando. Comenzaban las vacaciones.
-Hasta la próxima -dijo el profesor-. Y aprovechen su tiempo.
-¡Chao, profe! ¡jajaja!
La tropa de chicos salió corriendo de la sala. Miguel se encontró afuera con Gabriel.
-¡Qué tal, Migue!
-Feliz. Por fin vacaciones.
En ese instante los dos oyeron gritos de burlas. Vieron un grupo de chicos formados en círculo y se acercaron. En medio estaba Diego, llevado por empujones de un lado a otro.
-¡Mira, va a llorar! ¡Jajaja! ¡Va a llorar!
-¡Jajaja! ¡Hasta los viejos se ríen de ti en clase!
Miguel se abrió paso apartando a la gente y se ubicó en el centro del círculo. Miró a todos los ojos desafiantes. Todos callaron.
-Diego, levanta la cabeza -le dijo-. Vamos.
Salieron del círculo y caminaron. Bajaron al patio central.
-¿Hasta cuándo dejarás que esos pelmazos te molesten?
-Son muchos... no puedo contra todos juntos...
-Entonces pégale a uno. ¡Defiéndete!
-Saltan dos más a pegarme.
-¡Entonces sigue pegándole!
Diego asintió. Miguel sonrió y le puso una mano en el hombro.
-Último día, nadie se enoja.
-Chicos -dijo Gabriel-, tengo que ir a cuidar a mi hermanita.
-Muy bien. Vámonos.
Cruzaron el patio central y salieron por la reja de la escuela. En la calle los autos pasaban relampagueando. El pavimento ardía bajo los pies y el sol resplandecía tras una nube gigante de contaminación que cubría el cielo entero. Los muchachos caminaron al paradero y subieron a uno de los muchos microbuses llenos de gente.
-¿Qué harán estas vacaciones? -preguntó Gabriel.
-Yo iré al campo de mis abuelos -dijo Miguel.
-¿El campo? ¡Pff! ¡Aburrido!
-No tengo otra opción.
El bus avanzó por calles repletas de autos. Los edificios se alzaban como gigantes de cemento que tapaban el cielo. Las bocinas no dejaban de chillar y los muchachos apenas respiraban entre tanto oficinista. En una hora, el bus salió del centro de la ciudad para ir a una zona de poblaciones: allí las calles estaban más libres y las casas formaban horizontes de tejados. Miguel llegó a su parada y presionó el botón de detención. Se despidió de Gabriel y bajó con Diego.
-¿Cuándo te vas? -preguntó Diego, cuando el bus ya se iba.
-Mañana en la madrugada.
-Bueno, que te vaya bien.
-Gracias. Tú también cuídate, ¡y no te dejes!
Diego se alejó por la acera. Miguel dio media vuelta y bajó a la calzada para atravesar la calle.
Y entonces ocurrió.
Ante Miguel apareció una muchacha vestida de un largo traje negro. De su pecho colgaban adornos de plata destellantes. Llevaba en la cabeza un pañuelo con cintas de colores y en la frente un cintillo de plata.
Iba descalza.
Miguel arrugó una ceja. La muchacha alzó la mano delante y un viento impetuoso sopló de ella y lo empujo. Él salió disparado hacia atrás, tropezó con la acera y cayó de espalda. Levantó la cabeza, dispuesto a retar a la chica, pero no la vio más. Frente a él pasaba un caballo blanco llevando a un jinete de túnica blanca y casco dorado. Sus piernas ibas revestidas de botas de oro. Miguel advirtió que el jinete lo miró tras la capucha y siguió la carrera por la calzada, desvaneciéndose en el aire.
-¡Miguel! -dijo Diego, corriendo hacia él-. ¿Estás bien?
Miguel movía los labios pero no le salía la voz.
-¡Oye! ¡Qué pasa!
Miguel sacudió la cabeza y lo miró extrañado.
-¿¡Viste eso!? -exclamó.
-¿Qué cosa?
-¡La chica! ¡El jinete!
Diego observó la calle de un lado a otro.
-No... no hay nada...
-¡No puede ser!
Se levantó de un salto y bajó a la calzada. Miró a todos lados, buscó huellas, alguna cinta de color. No encontró nada. Solo estaban ellos y el paradero.
-No puedo creerlo -dijo Miguel-. Lo vi, lo sentí...
-¿Qué viste?
Miguel negó con la cabeza y miró a su amigo.
-Nada.
-Pero, ¿estás bien?
-Sí, tranquilo -dijo, dubitativo-. Mejor me voy. Nos vemos.
Miguel cruzó la calle y se internó en una población. Los perros tras las cercas ladraban a todos los que pasaban. Los gatos sobre los tejados vigilaban con cautela. Algunas personas barrían el antejardín o regaban sus plantas. Un grupo de niños jugaba persiguiendo una pelota. Miguel salió de la población por un camino de tierra y llegó a una zona desértica repleta de mediaguas de lata. Aunque las miserables casas le dieran algo de pena, siempre tomaba ese atajo. Pensaba que ir por otro lado sería negar su realidad. De los cerros de basura escapaba un hedor podrido. Lo perros esqueléticos se peleaban los restos de comida. Las ventanas de nailon no aislaban los gritos familiares, la loza quebrándose en las paredes y los llantos de mujeres y niños. Miguel sabía que la única comida que tendrían sería el pan con azúcar y el arroz encebollado.
Sin embargo, ese día la mente de Miguel estaba en otro lado.
La chica, el caballo, el jinete, pensaba. Fue muy real. No pudo ser una ilusión.
Creía aún sentir el poderoso viento. No se explicaba cómo lo habían proyectado con tanta fuerza. La vez que más se le pareció fue en quinto básico, cuando enfrentó a dos matones de octavo. Después de repartirse puñetazos toda la tarde, uno de los chicos tacleó a Miguel y lo arrojó contra una muralla. Él se levantó y le dio un puntapié en el mentón que tiró al enemigo al suelo. Esa fue la vez que se corrió la voz del muchacho que sostenía largas peleas con gente de cursos mayores. Miguel impuso temor y admiración en la escuela. En la población su nombre ya era conocido. Sea con la nariz rota o el ojo moreteado, nadie lo había derribado. No podía explicarse lo que sucedió recién.
Atravesó el campamento y llegó a la zona de Blocks: precarios edificios donde la gente tiene pequeñas piezas. Rodeó uno, subió por una escalera y abrió con llaves una reja con candado y una puerta. Entró a un cuarto diminuto con una mesa y dos sillas. Sonrió, contento como siempre de tener un lugar al cual llegar. Preparó la mesa para dos y se tiró a la cama. Sacó de la mochila el aparato para chatear. Con él se comunicaba con sus amigos, jugaba videojuegos, sacaba fotos y más; era el último y más moderno de su generación.
En unas horas escuchó que abrían. Bajó y se encontró con una señora morena de cabello canoso. Llevaba el cabello tomado en cola y tenía una camisa con logos de un supermercado, los mismos bordados en su pantalón y corbata.
-¿Cómo te fue hoy, mamá?
-Bien, hijo. Todo bien.
La mujer dejó su cartera en la silla y ambos se sentaron a cenar.
-Y mañana es el gran viaje -dijo ella.
-Así es.
-¿Cómo te sientes con eso?
-Todo bien.
-¡Qué bueno que comprendas! Te encantará. El campo es otro mundo. Aprenderás mucho de tus abuelos.
Miguel sonrió con ironía y siguió comiendo. No tenía que responder porque nadie le enseñaría nada. Él sabía cómo era la vida fuera del hogar. Se recordaba siendo niño emigrando con su madre de pensión en pensión. Ella trabajaba de auxiliar de aseo y él asistía al jardín de infantes. Al terminar, se juntaban en el parque y vendían comidas vegetarianas que ella preparaba. En vacaciones, Miguel se quedaba en casa el día jugando con amigos del barrio. Su vida continuó así hasta los nueve años, una tarde de verano que jugaban a las bombas de agua. Miguel advirtió que los adolescentes de la población saltaban la cerca de un edificio abandonado. Llamó a los demás para que los siguieran, y solo fueron dos huérfanos de la calle. Camuflados a la sombra de enormes paredes, los grandes les enseñaron a los pequeños a beber alcohol. Desde entonces olvidó los juegos de niños; lo infantil le provocaba desprecio. Comenzó a asistir a los encuentros con los más grandes y aprender de ellos la rudeza de la calle. Vivió el peligro de la noche, las peleas de botellas rotas y navajas, y adoptó el lenguaje desafiante. A Miguel nadie le venía con cuentos.
Madre e hijo terminaron de cenar. La mujer se levantó y retiró la loza.
-Yo lavaré esto -le dijo-. Arma tu bolso y duerme. ¡Mañana despertaremos muy temprano!
Miguel subió a la pieza y guardó su ropa en una mochila montañera. Apagó la luz y se acostó a dormir.
Comenzó a soñar.
Era un cóndor.


(AMULEAY...)